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One morning you awoke, and the strange sun, and opening your door...



sábado, 23 de julio de 2011

Tuve que dormir temprano

Tuve que dormir temprano, ese día todos los olvidos se me acumularon en la sangre y mi cuerpo me pesó tanto que hacer otra cosa para mantenerme despierto era inútil, pero dormí a medias, el sueño completo no llegaba con todo su empuje, no habrá querido tocarme del todo esa noche, le habré dado el peor de los ascos, se habrá aguantado su oficio obligado, le habrá importado poco mi estado de nausea y espera, porque entonces esperaba la inconsciencia, la esperaba continuamente, la esperé todo el tiempo, los tiempos salteados que me quedaban después de esos arrebatos de ausencia eran de espera y de la horrible nausea que traen consigo. La mayor parte del tiempo intenté no recordar nada, intenté volver a lo que antes pasaba por mi mente, situaciones cotidianas: recrear los escenarios con las personas conocidas, construir una línea asombrosa, esperar a que no llueva. Fue imposible, tenía tantos recuerdos prometedores, tenía tantas señales correctas que los argumentos y los discursos se vertían en mi cerebro de una forma limpia y con ese sabor a absurdo tan marcado; debo decir sin embargo, confesar cierta situación sobre los medios, sobre las conjeturas, la operación que daba resultado a esas señales tan correctas dentro de mi cerebro: nunca fue profunda, no pude hacer que fuera así, tenía demasiadas ansías, me apresuraba todo, el tiempo maldito, el dolor, las nauseas, el deseo, la censura obligada. Tardé toda la noche así, horrible forma. Repensando en cuanto la voluntad del olvido me dejaba un poco a un lado, repensando, repensando, repasando, repensando. Nadie podría decir nada, nadie podía entonces. No importaba, nadie estaba cerca de mí. Mi sueño fue intermitente y el último acto fue de consciencia, la última vez que desperté era la hora correcta para no intentar dormir más. La conciencia me golpeo absoluta en el pecho, claro y limpio. Ella no estaba más.

sábado, 30 de abril de 2011

David Chapman

Como que no me viene eso que ayudaría a escribir algo bueno por aquí.

Señor G: sisisi, tienes razón, la tuviese desde el principio, -No Liz, te quedas en casa y ya, podría ser que... -Jo-de-te. Le extraño mucho y lo vi hace algunas horas, de esas horas comunes que duran una hora y son capaces de amontonarse y pesar.

¡No puedo creerlo! ¬¬
Bueno pues, un cuento al que le faltan detalles:

David Chapman

Ella me dirá que David Chapman es la clase de persona que vería lo que realmente eres, mientras yo aún pienso en que incluso hubo un momento en el que todo corrió a través del tenedor aquella noche. Me dirá que se siente terriblemente cansada, que tiene dolor de espalda y yo aún pensaré en el disgustado y arbitrario tenedor, en la forma condescendiente del espagueti en salsa roja que se dejaba filtrar entre y fuera de las barritas iluminadas por la luz escandalosa del foco de neón. Me pedirá que le toque la espalda, desde la nuca hasta la cintura baja, como en una especie de ritual para aliviar el dolor de la tarde, y yo imaginare a David Chapman tocando aquel torso desnudo, imaginaré su piel contra la de ella, y en ese instante la imagen del espagueti en el tenedor se verterá en mis ojos de golpe y me sentiré culpable por haber sustituido aquella mujer de curvas perfectas por pasta recalentada.

jueves, 7 de abril de 2011

Liz

¿Por qué demonios nadie me extraña en este lugar? Serían lindo ¿saben?. ¬¬

Pues al final he entrado a la Facultad de Humanidades y después de un inesperado (bueno no tanto, en realidad si era esperado) promedio de 9.0 en el primer semestre creo que ahora tendré suerte de que el próximo sea de 8.3 porque creo que es el numerito necesario para mantener la beca esa; pero a quién demonios le interesa eso, debería decir cosas más graciosas, interesantes, asombrosas, como Mayd y su humor negro en twitter, rifa rifa rifa.

Solo tengo una pegunta, bueno dos: ¿Por qué meses después de los nuevos preceptos de la RAE aún no sé qué rayos pasa con el acento de /solo/? y ¿Por qué demonios mi capacidad de concentración ha disminuido de 90% a 0.5%? Patos patos patos; muchos de esos animales desde hace dos meses.


sábado, 29 de enero de 2011

John Follet Casamata

John Follet Casamata

Después de quince minutos al teléfono en los cuales solo había escuchado insultos, John Follet Casamata creyó que serían las consecuencias aletargadas de esa forma tan poco interesante de untar la mantequilla en el pan, de su manera mecánica de cronometrar las moscas y no pensar en si son verdes o si en realidad no tienen color, en la torpe ausencia de sus virtudes cuando necesitaba impresionar a alguien ligeramente interesante (porque lo único que hay en esta vida son personas ligeramente interesantes, no impresionantes), pero sobre todo creyó que serían las consecuencias de esa absurda manía que tenía comúnmente por las mañanas de tratar de ser mejor persona. John Follet Casamata pensó en colgar y no seguir escuchando aquel soliloquio insultante que había comenzado con la tonta idea de contestar un teléfono timbrante; sobre todo pensó en colgar pero no lo hiso. Se tragó la saliva que había olvidado pasar desde que tomó el viejo artefacto, apretó aún más el auricular contra su oreja y siguió escuchando los insultos verbales perfectamente estructurados y acompasados sin decir una palabra. Trataba de asimilar las malas oraciones una a una: descomponer las frases incisivas, convertirlas en pequeñas palabras de estado ambiguo, pasarlas por la garganta sin siquiera sentir; pero era imposible, el discurso venía con todas sus partes como en caída libre, como en una especie de función continúa sin intermedios; y no quiero mal interpretar la situación con alguna cosa insignificante y melancólica pero sé que fue entonces cuando pensó en aquella tonta plazuela que a veces visitaba y que le solía vomitar palomas esquizofrénicas de onomatopeyas indescifrables, en ese día especial de insultos físicos cuando un perro pasó a su lado sin siquiera mirarlo y la persona con la que iba acompañado se burló de él por tal indiferencia canina. Entonces se avergonzó, sintió esa vergüenza recién creada desnudándolo ante un público invisible compuesto de una sola persona que le gritaba palabras prohibidas desde el lado opuesto de un cablecillo telefónico, ese público corriente y fracasado que ahora ejercía tanto pesar en él, sintió la vergüenza que seguramente de haber sido una persona cuerda, habría sentido el dueño del soliloquio insultante, el individuo semi-físico que ahora contagiaba a John Follet Casamata de algo tan absurdo y delgado y todo lo mal potencial que podría ser pero que ahora no quiero saber porque estoy tremendamente triste, como John Follet Casamata cuando escuchó aquel soliloquio insultante. En realidad quiero estar y no estar, ya sabes, como respirar sin saber quién eres, sin poder recordar nada más que lo vital, como la forma exacta de abrir los paquetitos que contienen los sacos de té potencial, esas hierbitas sistemáticamente procesadas que le dan color al agua que hierve en las tazas de orejas rotas con algún dibujillo navideño que nunca concuerda con la temporada, ¿no odias cómo la mayor parte del año hay navidad en el lugar donde guardas los vasos y platos aun sin serlo?, en realidad no importa porque John Follet Casamata siguió escuchando aquel torrente agresivo de palabras bruscas que venían del auricular del viejo teléfono de disco que minutos antes había descolgado a causa de su timbran abusivo, seguramente provocado por la absurda manía matinal que ahora lo obligaba a tratar de concentrarse en algún bobo recuerdo, quedarse con la parte inmaterial de su cuerpo y cederle lo físico al dueño del soliloquio furioso, para dejar que el sonido punzante viaje por el material telefónico hasta tocar su oreja y sentirlo lejos, sentir el toque amargo desde una distancia imperiosa, mientras todo lo demás sigue siendo una horrible carta abierta, una vergonzosa exposición de las entrañas de John Follet Casamata, quien continuaría ausente tres o cuatro minutos más hasta colgar, iría a la habitación, tomaría el revólver del closet justo debajo de los suéteres de domingo, abriría la boca, apuntaría en un ángulo ligeramente inclinado hacia el cerebro, chocaría el metal por tres segundo contra los dientes recién revisados y sanados por el dentista de hace años y se metería un tiro.